Si los diálogos quieren tener sentido y más se afanan los hombres por el sentido que por la felicidad, habrá de cumplir unas condiciones, presupuestas por ellos, que yo entendería como normas morales y derechos humanos. Carece de sentido decir que son normas legítimas aquellas que todos los afectados aceptarían tras un diálogo, celebrado en condiciones de simetría, si los participantes no están dispuestos a respetar la vida de todos los afectados, a no forzarlos física o moralmente a tomar una determinada posición en el diálogo, a reconocerlos como interlocutores con los mismos derechos a la participación y la réplica, a procurar que sus opciones tengan una incidencia efectiva en la decisión final. ¿Y qué es todo esto sino derechos innegociables de todo ser humano, de toda persona con competencia comunicativa?
A mayor abundamiento, suponen tales derechos, como conditio sine qua non, libertad de conciencia, culto, reunión y expresión. Incluso el compromiso, por parte de los participantes, de elevar el nivel material y cultural de vida de todos los interlocutores virtuales, de modo que puedan ser interlocutores reales. Que nadie sabe expresar mejor los propios intereses y defenderlos que uno mismo.
En suma, supone la ética dialógica el desarrollo de actitudes, por parte de los individuos, de reconocimiento del otro y de sí mismo y de compromiso de elevar el nivel material y cultural, de modo que no haya necesidad de erigir un monumento al interlocutor virtual, que nunca lo fue real, al hombre desconocido.
Adela Cortina (1991): La moral del camaleón
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