viernes, 22 de marzo de 2024

El pluralismo moral

1. Un equilibrio entre dos extremos

Para aclarar en qué consiste el pluralismo moral, conviene distinguirlo de otros dos posibilidades que son totalmente opuestas entre sí:

  • Monismo moral: Una sociedad es moralmente monista cuando todos sus miembros comparten la misma visión del mundo, bien espontáneamente, bien por imposición del Estado. Por tanto, comparten también los mismos valores morales que se extraen de esa visión del mundo: el mismo código moral único.
  • Politeísmo moral (o politeísmo axiológico, como lo denominó el filósofo social Max Weber): Consiste en creer que en una sociedad cada individuo o cada grupo tiene su propia escala de valores y no es posible averiguar cuál de ellas es mejor o peor. Según Weber, cada cual cree en unos principios, los acepta por un acto de fe, y de ahí extrae sus normas y conclusiones. Por tanto, se supone que los individuos no pueden argumentar para alcanzar juntos unos principios comunes, sino que han de aceptar resignadamente que cada uno tiene sus creencias morales y que ninguna de ellas puede pretender validez general.
En una sociedad monista parece que todos deben tener los mismos valores y normas morales; en una politeísta, parece que no hay valores compartidos por todos. En cambio, el pluralismo moral mantiene que es posible una fórmula intermedia: unos pocos valores básicos compartidos sirven de marco para que las personas y los grupos mantengan diferentes creencias morales no compartidas.

 Multiculturalismo  
También nos interesa diferenciar pluralismo y multiculturalismo. El multiculturalismo consiste en la convivencia de diversos grupos sociales en una misma comunidad política, algunos de los cuales no comparten la cultura central de la sociedad, por lo que se sienten marginados.

2. La fórmula del pluralismo

Una sociedad es moralmente pluralista cuando en ella conviven personas que tienen distintas concepciones morales de lo que es una vida buena, distintas maneras de concebir el mundo, el hombre y la historia. Y pueden convivir porque comparten al menos unos valores básicos de justicia.
Sin duda, todos los seres humanos queremos ser felices, y cuando nos representamos en qué consiste la justicia lo hacemos sobre el trasfondo de una idea de felicidad. Sin embargo, como en una sociedad pluralista conviven diversos proyectos de felicidad, un buen número de filósofos convienen en distinguir entre mínimos de justicia y máximos de felicidad:

 Los mínimos de justicia son el conjunto de valores básicos que comparten todas, o casi todas, las concepciones morales de una sociedad pluralista. Por lo tanto, son valores que se pueden exigir a todos, puesto que son la base de una convivencia pacífica y justa.

 Los máximos de felicidad son las propuestas que ofrecen las distintas concepciones morales, es decir, los valores que no son compartidos, sino específicos de cada cosmovisión y ligados a unas creencias particulares que no tiene sentido imponer o exigir a todo. Es lícito invitar a los demás a compartir esos valores y creencias, pero tratar de imponerlos sería una muestra de intolerancia contraria al pluralismo moral.

En una sociedad pluralista el Estado no tiene derecho a privilegiar ninguna de las propuestas de felicidad frente a las restantes, ni tampoco a discriminar a ninguna de ellas, porque en ambos casos sería totalitario. El Estado ha de comprometerse activamente en la tarea de hacer realidad los valores básicos de justicas que todos, o casi todos, comparten.




domingo, 17 de marzo de 2024

Valores básicos del pluralismo moral

1. Unos mínimos morales compartidos

Las exigencias mínimas de justicia, en las que están de acuerdo las distintas concepciones morales de vida buena de una sociedad pluralista, son unas exigencias que hemos aprendido históricamente porque, como dice Jürgen Habermas, las sociedades no sólo aprenden técnicamente, sino también moralmente. Ese aprendizaje es similar al que realiza un niño que, aunque al principio le parece justo aquello que le conviene y más tarde lo que conviene a su sociedad, acaba considerando como justo lo que conviene a cualquier persona. Por eso, para juzgar si una norma es justa, intenta ponerse en el lugar de cualquier otro.

Esto ha ocurrido también en las sociedades occidentales, que, en realidad, cuando hablan sobre lo que es justo e injusto, consideran justas aquellas normas que favorecen a todos los afectados por ellas aunque después las infrinjan frecuentemente. Con lo cual hay unos mínimos de justicia con respecto a los cuales ninguna sociedad quiere retroceder, al menos verbalmente. Esos valores básicos componen lo que se llama la ética cívica.

2. Los valores de la ética cívica

Si nos preguntamos qué valores se necesita mantener y fomentar para que sea posible el pluralismo moral, lo primero que descubrimos es que no vale todo: algunos valores pueden servir como marco de convivencia pacífica y justa entre seres humanos, mientras que otros no sólo no sirven, sino que pueden ser un obstáculo para esa convivencia. Por eso, una detenida reflexión sobre los valores que pueden formar parte de la ética cívica muestra que, como mínimo, se precisas los cinco valores siguientes:

 La libertad, entendida como:

  • Como autonomía moral: Cada persona es muy libre de querer unas cosas u otras, siempre que no dañe a los demás. La sociedad está obligada a ayudarle a descubrir qué es lo que realmente quiere y a no impedirle llevarlo a cabo.
  • Como autonomía política: Cada ciudadano está legitimado para participar activamente en su comunidad política.

 La igualdad, que es:

  • Eliminación de la dominación: Ningún individuo ni grupo de individuos puede poseer un bien dominante, es decir, un tipo de bien tal que, si se posee, se poseen con él todos los demás. Por ejemplo, que mediante el poder político se pueda poseer también el económico, el cultural, incluso la belleza, o que el bien dominante sea el poder económico.
  • La igualdad exige que cada persona pueda disfrutar de una cantidad razonable de cada uno de los bienes y además destacar en algunos de ellos. Prohíbe que algunas personas se apoderen de todos los bienes en grado máximo.
  • Cada persona ha de tener el mínimo material, social y cultural para desarrollar una vida digna: un ingreso suficiente, educación, vivienda, asistencia sanitaria, ayuda en la enfermedad y vejez...
  • Igualdad de oportunidades para ocupar cargos y empleos, disminuyendo las desigualdades naturales y sociales en que nacemos.
  • La sociedad ha de procurar que todas las personas alcancen un razonable nivel de autoestima: que tengan una valoración positiva de sí mismas como personas que pueden llevar adelante con éxito proyectos de vida permisibles.

Desahucios en Francia en 2013


  La solidaridad: En un mundo de desigualdades naturales, que se pueden paliar, pero no eliminar del todo (siempre hay enfermos, débiles), es imposible que todas las personas sean libres e iguales sin la solidaridad de los demás. Pero la solidaridad exige dos tipos de acción:

  • Apoyar al débil para que alcance la mayor autonomía y autoestima posibles.
  • Explotar al máximo los propios talentos en provecho del grupo y de la sociedad.
Las sociedades occidentales actuales han alcanzado algunos logros de solidaridad que se consideran irrenunciables porque benefician a todos los ciudadanos: la extensión de la enseñanza obligatoria y gratuita, el derecho a la asistencia sanitaria, un sistema de pensiones para los jubilados, etc.

 La tolerancia o el respeto activo de aquellas concepciones de felicidad que no compartimos. Decimos «respeto activo», y no sólo «tolerancia», porque la sola tolerancia tiene el inconveniente de poder convertirse fácilmente en indiferencia, y entonces más que interesarnos por que los otros puedan vivir según sus convicciones y sus criterios, caemos en el desinterés, en dejar que cada uno se las componga como pueda. Por eso la tolerancia, así entendida, es todavía un valor bastante inferior al verdaderamente positivo, que más que tolerancia es respeto activo.
Consiste el respeto activo en el interés por comprender a otros y por ayudarles a llevar adelante sus planes de vida. En un mundo de desigualdades, en que unos son más fuertes que otros en determinados aspectos, sin un respeto activo es imposible que todos puedan desarrollar sus proyectos de vida, porque los más débiles rara vez estarán en condiciones de hacerlo.

※ Una actitud dialógica para resolver los problemas. A lo largo de la historia hemos ido comprobando que la manera más humana de resolver los problemas es el diálogo. Porque la violencia no sólo no resuelve los problemas, sino que las más de las veces inicia una imparable espiral de violencia; las imposiciones dictatoriales producen un daño ya en el presente y además generan sentimientos de odio y venganza que puede durar siglos. Pero el diálogo sólo puede ser considerado un valor si se toma realmente en serio, respetando las reglas básicas de equidad y respeto mutuo que los diferencian de un simple intercambio de monólogos.

3. Unos máximos activamente respetados

Son sociedades pluralistas aquellas en las que exigimos moralmente unos mínimos y respetamos activamente unos máximos.
Los valores máximos son los ideales de vida buena, los proyectos de felicidad que ofrecen las distintas concepciones religiosas y filosóficas, es decir, los distintos modos de concebir al ser humano, su historia y su posible realización plena. Estas concepciones, que han ido haciéndose históricamente en convivencia, han llegado ya a compartir los mínimos de una ética cívica en lo que John Rawls llama un «consenso entrecruzado», pero los fundamentan desde premisas diferentes. Es esencial entonces potenciar esos mínimos que ya unen a todos y permiten construir un mundo juntos y respetar activamente las premisas que dan vida a cada concepción.

Los valores éticos en los que coinciden las religiones

➀ Compromiso a favor de una cultura de la no-violencia y respeto a toda vida.
➁ Compromiso a favor de una cultura de la solidaridad y de un orden económico justo.
➂ Compromiso a favor de una cultura de la tolerancia y un estilo de vida honrada y veraz.
➃ Compromiso a favor de una cultura de igualdad y camaradería entre hombre y mujer.

II Parlamento de las Religiones del Mundo, Chicago 1993
Declaración Hacia una ética global: una declaración inicial

viernes, 15 de marzo de 2024

¿Qué significa autoridad?

1. Introducción

Los seres humanos somos sociales por naturaleza. Pero también tenemos tendencias antisociales que pueden poner en peligro la convivencia. Por eso necesitamos que se respeten unos principios, leyes y normas que sirvan como reglas de juego para vivir en sociedad.

En la mayor parte de las sociedades hay personas que tienen capacidad para exigir obediencia a los demás, y a veces se les obedece de buen grado y otras veces bajo la amenaza de algún castigo o represalia. Esto significa que en las sociedades humanas se dan relaciones basadas en la autoridad y en el poder. Ante esta realidad, podemos preguntarnos si cualquier forma de ejercer la autoridad y el poder es igualmente válida o no.

Si miramos en el diccionario, encontramos que el término «autoridad» tiene al menos dos significados distintos: el «poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada» y el «crédito que se le concede a una persona por sus méritos o fama en una determinada materia». Vemos así que hay dos modos principales de entender la autoridad: como poder o capacidad de mando, y como reconocimiento o prestigio que se gana ante los demás.

Por otra parte, sabemos por experiencia que la autoridad es algo que se puede tener, como la tiene el piloto en el avión o un médico en la consulta. Pero también sabemos que, para llegar a tenerla, es necesario ganársela, es necesario que se le conceda al que la tiene por parte de otros, como ocurre con la autoridad que se le otorga a un político para que gobierne o la que se le concede a un agente de policía para que dirija el tráfico. También el piloto y el médico han tenido que ganarse el puesto que les permite ejercer cierta autoridad en sus respectivos trabajos. Esto es así porque, por regla general, no se puede tener autoridad si no se le concede a uno el derecho de ejercerla.

Quirófano del Hospital Provincial de Castellón: El paciente confía en la autoridad que el conocimiento y la experiencia otorgan al personal sanitario.

La excepción a esta regla general sería el caso de aquellas personas que se otorgan a sí mismas una autoridad que nadie, o casi nadie, les ha concedido. En estos casos, el diccionario señala la diferencia entre ostentar la autoridad, que sería tenerla con pleno derecho, y detentarla, que sería ocupar un puesto de autoridad sin tener derecho a ello. Estos casos suelen ser un peligro de fraude y de abuso de poder.

2. La autoridad y el poder

Tanto si se alcanza un puesto de autoridad con pleno derecho como si se obtiene por medios fraudulentos, toda posición de autoridad lleva consigo algún tipo de poder. El término «poder» tiene un significado muy amplio, pero aquí nos referimos a la capacidad de alguien para influir sobre otras personas o cosas.

En este sentido, «poder» significa ser capaz de algo. Por ejemplo, poder resolver el problema de matemáticas significa tener la capacidad de resolverlo. De esta manera, el poder puede entenderse en muchos casos como sinónimo de saber: «poder» solucionar el problema de matemáticas no significa otra cosas que «saber» resolverlo.

Pero el término «poder» también se utiliza para referirse a la relación de dominio de unos seres humanos sobre otros. Ese dominio puede ser a veces necesario y positivo si se atiene a ciertas reglas y no traspasa ciertos límites, como en el caso del poder que tienen los padres sobre los niños pequeños para decidir por ellos, o el que tienen los gobernantes para detener a los delincuentes. Pero es muy negativo en otros muchos casos, como, por ejemplo, en la dominación propia de la esclavitud, en la explotación laboral y en el abuso de poder que a veces se produce en las relaciones entre gobernantes y gobernados, o entre varones y mujeres, o entre jefes y subordinados.

Así pues, se pueden combinar la autoridad y el poder de varias maneras distintas:

  • Hay personas que tienen una autoridad obtenida con pleno derecho, saben lo que se necesita saber para ocupar el puesto, y ejercen el poder que les corresponde de modo limitado y correcto. Por ejemplo, un buen juez, un buen profesor, un buen capitán de barco... En tales casos, una autoridad legítima ejerce su poder con mesura, es decir, con límite y con prudencia.
  • Hay personas que tienen una autoridad obtenida con pleno derecho y también saben lo que se necesita saber para ocupar el puesto, pero ejercen el poder de modo abusivo e incorrecto. Por ejemplo, un policía corrupto, un investigador que experimenta con seres humanos sin su consentimiento, un político que favorece a sus amigos, etc. En estos casos, una autoridad legítima ejerce su poder sin mesura. La legitimidad que al principio tienen esas personas se deteriora día a día hasta que llega un momento en que la sociedad les retira su confianza y las expulsa del puesto.
  • Hay personas que no tienen una autoridad obtenida con pleno derecho, pero saben lo que se necesita saber para ocupar el puesto y tratan de ejercer un poder semejante al que tendrían si se les hubiese otorgado socialmente la autoridad. Si lo consiguen, puede que ejerzan el poder con abusos o sin ellos. El intrusismo en las profesiones y los impostores que saber hacer bien su papel son ejemplos de este tercer tipo. En estos casos una autoridad ilegítima puede ejercer su poder por un tiempo y hacerlo con o sin mesura.
  • Por último, hay personas que no tienen una verdadera autoridad y tampoco disponen de un saber adecuado, pero cuentan con ciertos resortes que les permiten ejercer un enorme poder y administrarlo a su antojo. Por ejemplo, capos mafiosos, terroristas, militares golpistas, dictadores, etc. En estos casos, una autoridad ilegítima ejerce un poder desmesurado, opresor, arbitrario y tiránico.
3. Autoridad, legitimidad y legitimación

Si reflexionamos sobre esos modos en que se combinan la autoridad y el poder, nos damos cuenta de que la autoridad legítima se basa en dos condiciones principales: un saber y un reconocimiento público basado en ciertas reglas.

Pero además, el modo concreto de ejercer el poder que lleva consigo cualquier autoridad puede dar lugar a que la persona se gane una mayor o menor adhesión y obediencia, una mayor o menor legitimación. Por ejemplo, un gobernante puede haber alcanzado un puesto con total legitimidad, pero ejercer el cargo de un modo abusivo, con el resultado de que no consigue la legitimación que los gobernados podrían otorgarle en forma de apoyo y respaldo a su política. A la inversa, la historia nos muestra muchos ejemplos de individuos que han alcanzado puestos de autoridad sin la debida legitimidad, pero luego han conseguido cierta legitimación, cierta adhesión popular, y de ese modo han podido permanecer en el ejercicio del poder durante largo tiempo.

Legitimidad y legitimación
Legitimidad puede tomarse como término equivalente al de justificación (del Derecho y del Estado); legitimación, por su parte, alude al hecho social de la aceptación o no de una legitimidad.
Elías DíazDe la maldad estatal y de la soberanía popular

4. Autoridad y autoritarismo

Como la autoridad implica el derecho y el poder de mandar y de hacerse obedecer por quienes están sometidos a ella, puede ocurrir a veces que quien tiene autoridad se exceda en el uso de ese poder. En esos casos hablamos de autoritarismo. Con este término nos referimos al abuso de poder por parte de la persona o grupo que tiene la autoridad, tanto si la tiene de forma legítima como ilegítima.

Por lo general, el autoritarismo se asocia a la práctica del poder de una forma absoluta, es decir, sin contrapeso alguno, sin posibilidad de reclamación o de control a quien ejerce el poder por parte de quienes están sometidos al mismo. Los monarcas del Antiguo Régimen y los dictadores son los ejemplos más claros de autoritarismo, a veces llamado «despotismo».

Vemos así que, si bien la autoridad siempre exige obediencia, no debemos confundirla con el poder que la acompaña, ni con las formas abusivas de ejercerlo. La obediencia que demanda la autoridad no impide que se conserve la libertad de quienes obedecen, puesto que la autoridad legítima que ejerce su poder con mesura suele ganarse la obediencia voluntaria de quienes han de obedecerla. A este respecto, Hannah Arendt (1906-1975) afirmaba:

La autoridad implica una obediencia en la que los hombres conservan su libertad.

Sin embargo, puede ocurrir que esta obediencia voluntaria se obtenga por medio de la propaganda, la manipulación y otras artimañas semejantes. En tal caso, la legitimación que se consigue constituye un abuso de poder, y quienes lo cometen incurren en autoritarismo, puesto que impiden al público el acceso a los datos que le permitirían saber la verdad sobre el modo en que esa autoridad está ejerciendo su poder, y de esta manera impiden el control sobre las decisiones que toman. 

jueves, 14 de marzo de 2024

La autoridad de las leyes

Derecho y ética

El derecho tiene, desde luego, mucho que ver con la fuerza, tanto en su nacimiento como en su aplicación, pero también mucho que ver con la ética. La fuerza es, sí, fuerza física, económica, material y hasta armada, pero es también –y ello incluye decisivamente– «fuerza ética», de convicción, de razón, de autoridad moral, de legitimidad. Y el derecho no debe ni puede prescindir de ninguna de las dos.
Se hace, no obstante, necesario señalar que hay dos cosas diferentes, aunque intercomunicadas, que no conviene en modo alguno confundir; una, el derecho, que trata de la legalidad; y otra la ética, que trata de la legitimidad o de la justicia.

Elías Díaz, La sociedad entre el derecho y la justicia

1. Las normas regulan la convivencia

Nuestra convivencia social como parientes, amigos o ciudadanos, así como las relaciones que establecemos unos con otros, sólo son posibles gracias a normas de distinto tipo y con distintas funciones. Las normas definen determinados derechos y deberes, y permiten con ello que sepamos cómo debemos actuar o qué podemos esperar cuando iniciamos una acción. Si decimos «buenos días», esperamos que nuestro interlocutor responda lo mismo; si nos dan un préstamo, sabemos que estamos obligados a devolverlo; si nos comprometemos con otra persona en una relación de pareja, sabemos que aceptamos un conjunto de obligaciones mutuas.
Entre el conjunto de normas sociales, existen algunas que tienen un carácter muy peculiar: son las normas jurídicas. Su peculiaridad consiste en que, en caso de incumplimiento, podemos reclamar la ayuda de la autoridad pública para obligar a que se respeten o para exigir alguna compensación por el incumplimiento. Por ejemplo, si un marido maltrata a su mujer, ella puede acudir a las autoridades (policía, juez, fiscal, etc.) y denunciar el caso para que no vuelva a ocurrir y para exigir una reparación del daño causado.
Existen otros tipos de normas sociales: usos, tradiciones, costumbres, que no tienen carácter jurídico. Por ejemplo, si no seguimos las normas sobre la forma de vestir que se considera «adecuada» en nuestro entorno, nos arriesgamos al rechazo de muchas personas, que pensarán que vestimos de una forma ridícula, pero, por lo general, no estaremos faltando a las normas jurídicas y no seremos denunciados ante las autoridades públicas. Algo parecido ocurre con algunas normas morales. Por ejemplo, si una persona traiciona la amistad que le unía con otra, pero no viola ninguna norma jurídica, no hay delito que denunciar, y aunque se sienta culpable y lamente lo que hizo, no intervendrá la autoridad pública.

2. El sistema jurídico

Se denomina sistema jurídico o derecho al conjunto de normas de conducta de carácter público y obligatorio que vienen respaldadas por la autoridad y el poder del Estado. Cuando hablamos de leyes, normalmente nos referimos a esas normas jurídicas, que son elaboradas por una autoridad pública y publicadas por escrito para establecer cierto orden en la sociedad.
Las leyes que han sido establecidas respetando los procedimientos adecuados y ciertos requisitos razonables (no ser contradictorias, no exigir imposibles, etc.) se consideran legítimas. La autoridad que tienen las leyes es una autoridad política y está basada en su capacidad para mantener el orden social. Sin ese orden que establecen las leyes no podríamos ejercer nuestra libertad. Tendríamos que apoyarnos sólo en la ley del más fuerte o en las estrategias y engaños continuos, con lo que difícilmente se aseguraría el respeto a nuestra libertad y a la libertad de los demás.
De este hecho se deriva la necesidad del Estado, institución encargada de crear y mantener el derecho. Sin un sistema jurídico no estaría asegurado el respeto de las libertades y derechos, y sin un Estado no habría una autoridad con poder para garantizar el cumplimiento de las leyes. El Estado es el encargado de mantener el derecho, y de éste depende el orden social.

3. Legalidad y legitimidad

No toda autoridad es legítima, puesto que a veces se alcanza una posición de autoridad y poder sin cumplir los requisitos adecuados. Esto puede ocurrir también con algunas leyes.
Podemos encontrar, al menos, alguna de las siguientes actuaciones: a) hay leyes o proyectos de leyes que no cumplen los requisitos establecidos por el propio sistema jurídico para ser consideradas válidas; se dice entonces que no se atienen a la legalidad y por ello carecen también de autoridad legítima, carecen pues de legitimidad; b) una determinada ley concuerda por completo con el sistema jurídico y ha sido dictada por la autoridad política competente, de modo que se atiene a la legalidad, pero algunos ciudadanos opinan que tal ley contiene aspectos injustos y abusivos, con lo cual ponen en duda la legitimidad de la misma; c) por último, hay leyes que se atienen a la legalidad y nadie cuestiona su legitimidad; éstas son las que tienen más autoridad ante el conjunto de la población.
Toda ley, mientras permanezca vigente, obliga de forma coactiva. Pero esta coacción debe estar justificada, debe tener una razón de ser. De lo contrario, la fuerza ejercida sobre los ciudadanos sería «una mera fuerza bruta» y produciría resistencia y contestación a corto o a largo plazo.

4. Condiciones de legalidad y de legitimidad de las leyes

La legalidad de una norma depende de que se cumplan unos requisitos y se sigan unos procedimientos para establecerla, mientras que la legitimidad se funda en el contenido de esa norma, es decir, en la justicia de las disposiciones que contiene.
En efecto, las leyes han de atenerse al llamado principio de legalidad, que afirma que toda ley y toda actividad del Estado y sus funcionarios han de estar sometidas a lo establecido por leyes anteriormente dictadas. Pero además el sistema jurídico señala cuál es el rango de cada ley, de modo que las leyes de rango inferior han de ajustarse a lo establecido en las de rango superior. La Constitución es la ley de mayor rango: las demás deben respetar los principios y normas recogidos en ella. La Constitución suele establecer los requisitos para la elaboración, publicación y aplicación de las leyes, así como los pasos que habrán de seguirse si se quiere reformar la propia Constitución.

Isabel II jurando la Constitución de 1841, detalle del cuadro de José Castelaro Perea (Museo de Historia de Madrid): En las monarquías constitucionales el poder del monarca es limitado y regulado por la Constitución, carta magna o ley fundamental de la organización de un Estado.


5. Clases de legitimidad

En cuanto a la legitimidad, a lo largo de la historia han aparecido varias formas de legitimar la autoridad de los gobernantes y de las leyes establecidas por ellos.
El filósofo y sociólogo Max Weber distinguió tres grandes tipos de autoridad. A cada uno de ellos corresponde una clase de legitimidad. En la práctica, lo más habitual son los casos mixtos, en los que se mezclan dos o más de estos "tipos puros".
  • La legitimidad carismática se basa en la autoridad de algún líder o jefe que se la ha ganado por sus cualidades personales. Este tipo de legitimidad permite un amplio margen de arbitrariedad y exige una gran adhesión por parte de los gobernados. La justicia es aquí lo que decide el líder, y la opinión de los gobernados apenas cuenta.
  • La legitimidad tradicional consiste en que la autoridad se justifica por recurso a las costumbres y las tradiciones del país, que pueden tener raíces religiosas, míticas, folclóricas, etc. Aquí la justicia viene definida por los grandes relatos, conocidos por toda la población e interpretados por los gobernantes. La arbitrariedad de los gobernantes y de las leyes es menor que en el modelo anterior, puesto que la opinión de los gobernados habrá de ser tenida en cuenta en algunos casos.
  • Por último, la legitimidad racional-legal es la que corresponde a la autoridad que se basa en las leyes. Es la ley la que define lo que es justo, conforme a lo expresado en ella por los gobernantes y el pueblo. Aquí se reducen las posibilidades de arbitrariedad porque, si las leyes se hacen con cuidado, en ellas se indica cómo debe ejercerse el poder político, qué límites tiene, etc. La opinión de los gobernados ha de ser tenida mucho más en cuenta en este modelo.