1. Introducción
Los seres humanos somos sociales por naturaleza. Pero también tenemos tendencias antisociales que pueden poner en peligro la convivencia. Por eso necesitamos que se respeten unos principios, leyes y normas que sirvan como reglas de juego para vivir en sociedad.
En la mayor parte de las sociedades hay personas que tienen capacidad para exigir obediencia a los demás, y a veces se les obedece de buen grado y otras veces bajo la amenaza de algún castigo o represalia. Esto significa que en las sociedades humanas se dan relaciones basadas en la autoridad y en el poder. Ante esta realidad, podemos preguntarnos si cualquier forma de ejercer la autoridad y el poder es igualmente válida o no.
Si miramos en el diccionario, encontramos que el término «autoridad» tiene al menos dos significados distintos: el «poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada» y el «crédito que se le concede a una persona por sus méritos o fama en una determinada materia». Vemos así que hay dos modos principales de entender la autoridad: como poder o capacidad de mando, y como reconocimiento o prestigio que se gana ante los demás.
Por otra parte, sabemos por experiencia que la autoridad es algo que se puede tener, como la tiene el piloto en el avión o un médico en la consulta. Pero también sabemos que, para llegar a tenerla, es necesario ganársela, es necesario que se le conceda al que la tiene por parte de otros, como ocurre con la autoridad que se le otorga a un político para que gobierne o la que se le concede a un agente de policía para que dirija el tráfico. También el piloto y el médico han tenido que ganarse el puesto que les permite ejercer cierta autoridad en sus respectivos trabajos. Esto es así porque, por regla general, no se puede tener autoridad si no se le concede a uno el derecho de ejercerla.
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Quirófano del Hospital Provincial de Castellón: El paciente confía en la autoridad que el conocimiento y la experiencia otorgan al personal sanitario. |
La excepción a esta regla general sería el caso de aquellas personas que se otorgan a sí mismas una autoridad que nadie, o casi nadie, les ha concedido. En estos casos, el diccionario señala la diferencia entre ostentar la autoridad, que sería tenerla con pleno derecho, y detentarla, que sería ocupar un puesto de autoridad sin tener derecho a ello. Estos casos suelen ser un peligro de fraude y de abuso de poder.
2. La autoridad y el poder
Tanto si se alcanza un puesto de autoridad con pleno derecho como si se obtiene por medios fraudulentos, toda posición de autoridad lleva consigo algún tipo de poder. El término «poder» tiene un significado muy amplio, pero aquí nos referimos a la capacidad de alguien para influir sobre otras personas o cosas.
En este sentido, «poder» significa ser capaz de algo. Por ejemplo, poder resolver el problema de matemáticas significa tener la capacidad de resolverlo. De esta manera, el poder puede entenderse en muchos casos como sinónimo de saber: «poder» solucionar el problema de matemáticas no significa otra cosas que «saber» resolverlo.
Pero el término «poder» también se utiliza para referirse a la relación de dominio de unos seres humanos sobre otros. Ese dominio puede ser a veces necesario y positivo si se atiene a ciertas reglas y no traspasa ciertos límites, como en el caso del poder que tienen los padres sobre los niños pequeños para decidir por ellos, o el que tienen los gobernantes para detener a los delincuentes. Pero es muy negativo en otros muchos casos, como, por ejemplo, en la dominación propia de la esclavitud, en la explotación laboral y en el abuso de poder que a veces se produce en las relaciones entre gobernantes y gobernados, o entre varones y mujeres, o entre jefes y subordinados.
Así pues, se pueden combinar la autoridad y el poder de varias maneras distintas:
- Hay personas que tienen una autoridad obtenida con pleno derecho, saben lo que se necesita saber para ocupar el puesto, y ejercen el poder que les corresponde de modo limitado y correcto. Por ejemplo, un buen juez, un buen profesor, un buen capitán de barco... En tales casos, una autoridad legítima ejerce su poder con mesura, es decir, con límite y con prudencia.
- Hay personas que tienen una autoridad obtenida con pleno derecho y también saben lo que se necesita saber para ocupar el puesto, pero ejercen el poder de modo abusivo e incorrecto. Por ejemplo, un policía corrupto, un investigador que experimenta con seres humanos sin su consentimiento, un político que favorece a sus amigos, etc. En estos casos, una autoridad legítima ejerce su poder sin mesura. La legitimidad que al principio tienen esas personas se deteriora día a día hasta que llega un momento en que la sociedad les retira su confianza y las expulsa del puesto.
- Hay personas que no tienen una autoridad obtenida con pleno derecho, pero saben lo que se necesita saber para ocupar el puesto y tratan de ejercer un poder semejante al que tendrían si se les hubiese otorgado socialmente la autoridad. Si lo consiguen, puede que ejerzan el poder con abusos o sin ellos. El intrusismo en las profesiones y los impostores que saber hacer bien su papel son ejemplos de este tercer tipo. En estos casos una autoridad ilegítima puede ejercer su poder por un tiempo y hacerlo con o sin mesura.
- Por último, hay personas que no tienen una verdadera autoridad y tampoco disponen de un saber adecuado, pero cuentan con ciertos resortes que les permiten ejercer un enorme poder y administrarlo a su antojo. Por ejemplo, capos mafiosos, terroristas, militares golpistas, dictadores, etc. En estos casos, una autoridad ilegítima ejerce un poder desmesurado, opresor, arbitrario y tiránico.
Pero además, el modo concreto de ejercer el poder que lleva consigo cualquier autoridad puede dar lugar a que la persona se gane una mayor o menor adhesión y obediencia, una mayor o menor legitimación. Por ejemplo, un gobernante puede haber alcanzado un puesto con total legitimidad, pero ejercer el cargo de un modo abusivo, con el resultado de que no consigue la legitimación que los gobernados podrían otorgarle en forma de apoyo y respaldo a su política. A la inversa, la historia nos muestra muchos ejemplos de individuos que han alcanzado puestos de autoridad sin la debida legitimidad, pero luego han conseguido cierta legitimación, cierta adhesión popular, y de ese modo han podido permanecer en el ejercicio del poder durante largo tiempo.
Por lo general, el autoritarismo se asocia a la práctica del poder de una forma absoluta, es decir, sin contrapeso alguno, sin posibilidad de reclamación o de control a quien ejerce el poder por parte de quienes están sometidos al mismo. Los monarcas del Antiguo Régimen y los dictadores son los ejemplos más claros de autoritarismo, a veces llamado «despotismo».
Vemos así que, si bien la autoridad siempre exige obediencia, no debemos confundirla con el poder que la acompaña, ni con las formas abusivas de ejercerlo. La obediencia que demanda la autoridad no impide que se conserve la libertad de quienes obedecen, puesto que la autoridad legítima que ejerce su poder con mesura suele ganarse la obediencia voluntaria de quienes han de obedecerla. A este respecto, Hannah Arendt (1906-1975) afirmaba:
La autoridad implica una obediencia en la que los hombres conservan su libertad.
Sin embargo, puede ocurrir que esta obediencia voluntaria se obtenga por medio de la propaganda, la manipulación y otras artimañas semejantes. En tal caso, la legitimación que se consigue constituye un abuso de poder, y quienes lo cometen incurren en autoritarismo, puesto que impiden al público el acceso a los datos que le permitirían saber la verdad sobre el modo en que esa autoridad está ejerciendo su poder, y de esta manera impiden el control sobre las decisiones que toman.
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