1. La razón práctica
A fines del siglo XVIII, Immanuel Kant propone un criterio moral distinto a los precedentes en la historia de la filosofía. Considera evidente que los seres humanos desean ser felices y que para lograrlo han de hacer uso de una razón prudencial y calculadora. Sin embargo, como las personas imaginamos nuestra felicidad de formas distintas, una razón de este tipo no puede formular sino consejos: teniendo en cuenta cómo es una persona, aconsejarle qué debe hacer para ser feliz.
Pero las personas tenemos conciencia de que hay determinados mandatos que debemos seguir, nos haga o no felices obedecerlos. Cuando digo que "no se debe matar" o que "no hay que ser hipócrita", no estoy pensando en si seguir esos mandatos hace feliz, sino en que es inhumano actuar de otro modo. El asesino, el hipócrita no están actuando como auténticas personas.
Nuestra propia razón es la que nos da leyes sobre cómo comportarnos para ser personas auténticas. Por eso, esas leyes mandan sin condiciones, no prometen la felicidad a cambio: sólo prometen realizar la propia humanidad. De ahí que se expresen como mandatos (imperativos) categóricos, incondicionados, y no simplemente hipotéticos, condicionados a que alguien quiera ser feliz de un modo u otro. Ser persona es por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer serlo por encima de cualquier otra meta: en querer tener una buena voluntad. La razón que da esas leyes morales no es la prudencial ni la calculadora, sino la razón práctica, que orienta la acción de forma incondicionada.
2. El test del imperativo
Para saber que una norma es una ley moral, dada por la razón práctica, y que puede, por tanto, expresarse como un imperativo categórico (como un mandato incondicionado), Kant propone someter cada norma a un test, que tiene tres pasos:
Formulaciones del imperativo categórico
Los tres pasos de este test se recogen en las llamadas formulaciones del imperativo categórico:
Si las personas somos capaces de darnos este tipo de leyes, que nos permiten superar el egoísmo y asumir la perspectiva de la universalidad, es decir, si somos capaces de ponernos en el lugar de cualquier otra persona a la hora de decidir si las acciones son morales o inmorales, entonces es que somo autónomas y no heterónomas. Es autónomo el que no se rige por lo que le dicen, pero tampoco sólo por sus apetencias o por sus instintos, que al fin y al cabo él no elige tener, sino por un tipo de normas que cree que debería cumplir cualquier persona, le apetezca a él cumplirlas o no. Esas normas serán las propias de cualquier ser humano: nuestras normas.
Un ser capaz de actuar de este modo y que es valioso en sí mismo no puede venderse en el mercado por un precio, porque para eso habría que fijarle un equivalente. Podemos intecambiar un kilo de manzanas por un bolígrafo, pero, ¿por qué podemos intercambiar a un ser humano?, ¿cuál es su equivalente?, ¿cuál es su precio? La respuesta de Kant es clara: los seres humanos no tienen precio, no pueden intercambiarse por un equivalente, sino que tienen dignidad. Son dignos de todo respeto.
Todas las éticas actuales aceptan esta afirmación kantiana de que las personas son absolutamente valiosas, fines en sí, dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio.
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